La actualidad de la práctica en instituciones
Un retorno a la clínica
Los ataques que el psicoanálisis ha sufrido no son ninguna novedad. Actualmente, al menos desde la perspectiva de Sophie Robert, la práctica ideada por Freud carecería de una supuesta falta de cientificidad. ¿Qué sería lo verdaderamente científico? La alianza entre las neurociencias y las teorías cognitivo-conductuales, incluso aunque muchas veces se trate de dos campos de estudio que no muestren continuidad alguna. Por supuesto, el estudio de la anatomía cerebral tiene su razón de ser, de la misma manera que la tienen las teorías cognitivo-conductuales, sin embargo no hay razón alguna para pensar que el estudio de la psicología debería reducirse a un solo paradigma epistemológico.
Ahora bien, las tentativas de reducir todo lo humano a lo cerebral no son nuevas. Recordemos que el psicoanalista francés Jacques Lacan llamaba “prejuicio paralelista” a la tentativa de reducir la totalidad de manifestaciones psíquicas a actividades de zonas cerebrales o a su interacción, y que la cita que coloca al inicio de su trabajo intitulado “Función y campo de la palabra”, que toma de Sacha Nacht, y que escoge para mostrar a los analistas posfreudianos el olvido de los fundamentos de su práctica, dice así: “[…] no habrá que olvidar que la separación en embriología, anatomía, fisiología, psicología, sociología, clínica, no existe en la naturaleza y que no hay más que una disciplina: la neurobiología”. Esa era la orientación nada más y nada menos que del presidente de la Sociedad Psicoanalítica de París en los años 50. En ese mismo texto Lacan denuncia a “la inversión positivista, que colocando las ciencias del hombre en el coronamiento del edificio de las ciencias experimentales, las subordina a ellas en realidad”. La crítica que el empirismo hace al psicoanálisis ignora, como lo sostiene Feyerabend, que la proliferación de teorías es beneficiosa para la ciencia y que, como lo afirma Alberti, el “psicoanálisis no es menos científico que la ciencia misma, sólo que es capaz de reconocer sus propios límites”.
Por otra parte, los conceptos analíticos permiten esclarecer fenómenos que de otra forma serían incomprensibles. Por ejemplo, sin psicoanálisis, una frase como “Sabe doctor, lo que me duele en la cadera es mi padre”, sería absolutamente incomprensible. Me pregunto si la gente que tiene la intuición de que sus sueños albergan un mensaje fundamental se conforman con la idea de que aquello no sería más que el efecto aleatorio de la remodelación de los circuitos neuronales cuando el cerebro procesa la información del día. Como lo afirma Bassols, solo el psicoanálisis es capaz de abordar el trauma entendido como aquello que nunca llegó a suceder, es decir lo real como aquello que no cesa de no escribirse.
Finalmente, si todo se explica por los principios biológicos que se ordenan a partir de la conservación y la expansión de la vida, ¿cómo explicar entonces todas las tendencias que, como las conductas adictivas o los trastornos alimentarios, arrastran al ser humano hacia su destrucción y que en psicoanálisis se abordan a partir del concepto de pulsión de muerte? Todo psicólogo que haya trabajado algún tiempo en adicciones sabe que el problema de los pacientes adictos es el de consumir la sustancia aunque no experimenten placer alguno en hacerlo sino más bien una especie de obediencia a una oscura obligación. Hay casos en los que el paciente, desconsolado por no poder parar, consume la sustancia con lágimas en los ojos.
La tentativa de erradicar el psicoanálsis, o incluso de obviar la clínica en general, tiene efectos concretos. Tomemos como ejemplo el lamentable asesinato de una mujer por parte de su pareja en Ibarra. Este asesinato tenía posibilidades de evitarse si se intentaba reestablecer en el asesino su condición de sujeto de palabra, es decir si se intentaba negociar con él, otorgándole así la dignidad de ser alguien con algo que decir. Este tipo de problemas deberían interesar a quienes crean que el adjetivo de “clínica” debería tener alguna función en el sintagma “psicología clínica”. Si en tanto que psicólogos no nos preocupamos por cuestiones clínicas, tal vez sería más honesto decir que somos psicólogos experimentales por ejemplo.
El principio de limitar lo imaginario
Uno de los ámbitos en los que el psicoanálisis enseña su pertinencia clínica es el ámbito hospitalario. Enseña por ejemplo a renunciar a enfrentamientos estériles con colegas de otras profesiones u orientaciones en el trabajo multidisciplinario. En efecto, confrontándoles como se confronta a los hinchas de un equipo de fútbol rival, uno no puede generar sino descrédito para el psicoanálisis. Al contrario, la lectura atenta que el psicoanálisis permite hacer sobre la particularidad de un caso, evitando la falta de simpatía que la arrogancia suele generar, deberá encontrar la vía de menor resistencia hacia los oídos de los colegas psicólogos, médicos, enfermeros y psiquiatras. Zenoni nos recuerda que“Partir de la clínica es la opción fundamental e ineludible del psicoanálisis […] ella exige no recular ante las dificultades y los impases que se imponen al sujeto, neurótico o psicótico, y deshacerse de toda preocupación identificatoria”. En otras palabras, se trata de orientarse más por lo real, por lo imposible de soportar en cada paciente, que por los títulos, especialidades, ideologías de las asociaciones de los profesionales de la salud o de los ideales de la institución en cuestión. En su estudio sobre la rivalidad existente entre miembros de masas organizadas en torno a identificaciones a ideales contrapuestos, Freud nos recuerda que si la crueldad de las luchas religiosas disminuyó en la modernidad, no fue tanto por una mayor tolerancia, como por el debilitamiento del lazo social religioso, y añade lo siguiente:
Si otro lazo de masas remplaza al religioso, como parece haberlo logrado hoy el lazo socialista, se manifestará la misma intolerancia hacia los extraños que en la época de las luchas religiosas; y si alguna vez las diferencias en materia de concepción científica pudieran alcanzar parecido predicamento para las masas, también respecto de esta motivación se repetiría idéntico resultado.
De lo que se trata es entonces de estar lo suficientemente prevenido de los peligros del narcisismo propio, así como del grupal. Eso implica además asumir que en ciertos casos no será posible hacer funcionar el discurso analítico y que habrá que servirse del discurso del amo, es decir saber que, cuando alguien no pueda inhibir las manifestaciones de la pulsión de muerte, será responsabilidad de la institución limitarla, haciendo emerger, de ser posible, lo que Lacan llamaba la “significación expiatoria del castigo”, es decir la pacificación derivada de la atenuación de la tendencia masoquista de la culpa cuando se asume la responsabilidad subjetiva. Hay algo de verdad en la idea de algunos psicólogos, según la cual lo que buscan los niños problemáticos es encontrar un límite.
Freud, en los “Nuevos caminos de la terapia psicoanalítica”, imaginaba la creación de sanatorios o centros de consulta analíticos en los que se volvería “[…] más capaces de resistencia y más productivos a hombres que de otro modo se entregarían a la bebida, a mujeres que corren peligro de caer quebrantadas bajo la carga de las privaciones, a niños a quienes sólo les aguarda la opción entre el embrutecimiento o la neurosis”. Sin embargo, también afirmaba que la práctica psicoanalítica en instituciones podría requerir adecuar su técnica a nuevas condiciones, es decir “alear el oro puro del análisis con el cobre de la sugestión directa” o incluso con el influjo hipnótico y la labor pedagógica. Recordemos que la función primordial de las instituciones de salud mental no es curar, sino proteger a la sociedad y al paciente del daño que este podría infligir. Si un paciente deja de drogarse y de exponerse a los riesgos de vivir en la calle, durante seis meses de tratamiento, eso ya será un logro incluso si llegase a recaer en el consumo.
¿Qué significa no responder a la demanda?
Por otro lado, la gratuidad del tratamiento, característica de las instituciones sin fines de lucro, implica una diferencia en relación a la práctica en la consulta privada. En esta última, el pago de la sesión tiene la función de amortiguar algo infinitamente más peligroso que pagar con dinero, es decir el hecho de deber algo a alguien y de pagar esa deuda con algo diferente al dinero. Sin embargo, el hecho de pagar podría hacer pensar al paciente que el psicólogo deberá satisfacer todas sus demandas. Él podría creer que “el cliente siempre tiene la razón”. Este peligro puede ser conjurado con la gratuidad, pero el otro peligro, el del sentimiento de deuda, deberá neutralizarse con el pago que el psicólogo deberá recibir de un tercero, ya sea el Estado o las fuentes de financiamiento de la institución. Una gratuidad pura dejará al psicólogo más expuesto a lo que Lacan llamaba ‘‘los contragolpes agresivos de la caridad”, es decir a la agresividad derivada del depender de otra persona.
Una de las dificultades que plantea la clínica es entonces saber dosificar la cantidad de ayuda que le va a ser brindada al paciente, sobre todo tomando en cuenta que, para Freud, el paciente buscará, en su relación con el médico, una satisfacción sustitutiva que lo resarza de las privaciones del resto de los campos de su vida. Buscará por ejemplo, un interés sincero, o una presencia capaz de brindar ayuda incondicionalmente. Según Freud, se puede consentir un poco más o un poco menos según cada caso, pero no demasiado. Los servicios hospitalarios cometerán un error entonces, si el corazón caritativo del personal médico se afana en hacer que los pacientes se sientan a gusto a todo precio. Ese es precisamente el modo en que los padres malcrían a sus hijos y los hacen incapaces de resolver sus problemas solos. Freud nos indica que “Al enfermo tienen que restarle muchos deseos incumplidos de su relación con el médico”. Según él, “Lo adecuado al fin es, justamente, denegarle {versagen} aquellas satisfacciones que más intensamente desea y que exterioriza con mayor urgencia”.
Esta orientación hace referencia al principio de abstinencia que Freud consideraba necesario durante la cura y que buscaba permitir que el paciente gane una cierta autonomía al no ahorarrle trabajar en sus problemas mediante satisfacciones sustitutivas. En efecto, no se trata de la privación de la satisfacción de toda necesidad, sino de la abstinencia de las satisfacciones inmediatas, que funcionando como resistencias, tendrían como efectos indeseables el acallar las fuentes del malestar del paciente y, por lo tanto, eliminar la posibilidad de esclarecerlo y de conseguir algo más que pequeñas mejoras temporales. En resumen, responder a la demanda con una satisfacción inmediata nos impide localizar su raíz.
Freud indicaba que la interpretación del analista debía reservarse al momento en que el paciente esté a punto de apropiarse por sí mismo de la solución de su síntoma, pues las comunicaciones prematuras conducían a un fin prematuro de la cura, tanto por el alivio sintomático como por el aumento de la resistencia. Lacan decía que el silencio es ya una respuesta y que es la respuesta adecuada a la palabra vacía, a toda palabra que vaya en contra del progreso de la cura, o sea a todo decir que reproduzca las marcas de impotencia, prestancia, intimidación, y seducción en las que el yo, como instancia narcisista e imaginaria, se constituye. El silencio del analista puede ser frustrante, pero “Una respuesta, incluso y sobretodo aprobadora, a la palabra vacía muestra a menudo por sus efectos que es mucho más frustrante que el silencio”. Por supuesto, la frustración de la que se trata es “frustración no de un deseo del sujeto, sino de un objeto donde su deseo está alienado”. Algo análogo sucede con la demanda.
Para Lacan toda demanda es en el fondo una demanda de amor. Cuando un novio pide a su novia que le lleve la comida, ese objeto se transforma en una prueba de su amor. Ustedes ven que la prueba de amor no es solo lo que usualmente se entiende como tal. Si Lacan dice que “amar es dar lo que no se tiene” es porque el don de amor está más allá de todo lo que se puede dar. En efecto, lo que alguien da como prueba de amor, “[…] lo da por su presencia y nada más que por su presencia”. Por eso palabras como “Hijo: ¡estoy contigo!” por ejemplo, pueden tener más valor que una pensión alimenticia cancelada por la orden de un juez. Ahora bien, dado que el objeto de la demanda no es solamente el objeto de la satisfacción de una necesidad vital sino, simultáneamente, el objeto que materializa el amor, los pacientes pueden creer que toda declinación a darles lo que quieren, implica un rechazo a su ser, sin embargo, como lo prueba la experiencia, darle a un niño todo lo que pide es la forma más segura de eternizar su frustración, y por tanto su exigencia de nuevas satisfacciones.
Para Lacan, el objetivo del analista, al abstenerse de satisfacer la demanda de su paciente, no es frustrarlo por supuesto, sino hacer “[…] que reaparezcan los significantes en que su frustración está retenida”. En efecto, según Lacan, “[…] enseñamos al sujeto a reconocer en el nivel […] de sus anhelos en la medida en que son inconscientes- […] los soportes significantes escondidos, inconscientes en su demanda”. En resumen, de lo que se trata es de entender que cuando recibimos la demanda del paciente, hay que ver en ella algo que está más allá del objeto explícitamente demandado. En la institución en la que trabajaba un paciente solicitó el asentimiento del equipo técnico para autorizar su salida del tratamiento. Esta autorización no hacía falta puesto que el internamiento es absolutamente voluntario. Esto ya nos indicó que había la posibilidad de realizar una intervención. El paciente justificaba su petición en el hecho de que su esposa, que recientemente había dado a luz al hijo de ambos, necesitaba una nueva fuente de ingresos ya que había dejado de trabajar después de haber dado a luz. Le hicimos notar que si bien la situación era difícil, su esposa e hijo no iban a quedar en completa indefensión si él continuaba con su rehabilitación pues, según sabíamos gracias a la trabajadora social, la suegra del paciente se había ofrecido a brindar su ayuda. El paciente en seguida admitió que, más allá de las condiciones materiales reales, lo que le molestaba verdaderamente era haber sentido una profunda impotencia por no estar cumpliendo sus obligaciones de padre y esposo. El equipo técnico afirmó que seguramente era ese sentimiento de impotencia, y no la situación objetiva de su hijo y esposa, lo que motivaba su petición. Fue así que el paciente consintió a continuar su tratamiento. Se trata de una diferencia sutil sin duda, pero gran parte de la labor clínica consiste en reconocer las diferencias sutiles.
¿Son síntomas las adicciones?
Por otra parte, la clínica analítica también exige reconocer las diferentes versiones o dimensiones del síntoma en relación a las diferentes patologías. ¿Cómo conciliar por ejemplo la definición de síntoma como “significante de un significado reprimido de la consciencia del sujeto” o como metáfora, con aquella que lo define como goce o como aquello “que viene de lo real”? ¿Es el síntoma un fenómeno simbólico, real o imaginario?
Retomemos dos concepciones del síntoma según dos conferencias de Freud. En la conferencia XVII de sus Conferencias de introducción al psicoanálisis, llamada “El sentido de los síntomas”, Freud concibe al síntoma como el símbolo de un conflicto pasado. El sentido del síntoma está compuesto tanto por su origen histórico como por su propósito. Freud ejemplifica esto a partir del caso de una mujer que manchaba el mantel de su mesa con tinta roja antes de llamar a la mucama para que la viese. La absurdidad aparente de esta conducta se disipó al relacionarla con su origen y su propósito, es decir con el hecho de que en su noche de bodas, su marido, al no poder responder a sus deberes maritales, expresó desconsolado la vergüenza que sentiría ante la mucama si la viese no encontrar sangre en las sábanas al momento de limpiar la habitación. El objetivo del síntoma era por tanto el de revindicar al marido manchando el mantel de la mesa en lugar de las sábanas.
En la conferencia XXIII, intitulada “Los caminos de la formación de síntoma”, Freud no hace referencia al sentido del síntoma sino a su opacidad. El síntoma es ahí algo más que un mensaje para descifrar, algo más que una verdad escondida. Es ahí que Freud señala, no la dimensión semántica del síntoma sino su dimensión pulsional. El síntoma no es solo el sustituto de una representación sino también de una satisfacción sexual denegada a causa de una exigencia de la realidad. En efecto, este rechazo provoca que la libido insatisfecha se vea obligada a tomar un camino alterno hacia los puntos donde ella se fijó en etapas anteriores del desarrollo. El síntoma no es entonces únicamente el producto de la represión sino también de la regresión libidinal. Mientras que las formaciones del inconsciente, como los sueños, son, por regla general, únicas, irrepetibles y sorprendentes, “la esencia del síntoma es la repetición”. En resumen, el síntoma no es solo algo simbólico sino también real. Tomemos como ejemplo a un paciente alcohólico que, al ser abandonado por su esposa, comenzó a embriagarse por periodos de dos meses, intercalados por una semana de abstinencia. Al final el paciente sentía subjetivamente que habían pasado dos meses desde el abandono de su esposa cuando en realidad habían pasado cuatro años. El alcohol fue para él un poderoso medio de escapar al dolor, pero un medio que, al mismo tiempo, le impedía acceder a su capacidad productiva. La dificultad de abordaje de las adicciones a ciertas substancias consiste precisamente en que ellas constituyen, para los pacientes, un medio efectivo de rechazar todo deseo de saber y toda tentativa de asumir su condición de sujetos de palabra. En efecto, Freud afirma que con ayuda de las drogas “es posible sustraerse en cualquier momento de la presión de la realidad y refugiarse en un mundo propio, que ofrece mejores condiciones de sensación”, y que es notorio “que esa propiedad de los medios embriagadores determina justamente su carácter peligroso y dañino”.
Para terminar recalquemos simplemente que el síntoma es una formación compuesta, hecha tanto de sentido como de exigencia pulsional, y que las adicciones se relacionan con esta última dimensión del síntoma. En efecto, las adicciones no son metáforas de nada y son, en principio, ajenas al sentido y al querer decir. Muestran por así decir, el esqueleto de todo síntoma, el síntoma en su desnudez. Ahora bien, esta condición de las adicciones no nos impide realizar intervenciones. En efecto, siempre que sea posible, nos serviremos de la transferencia, es decir del saber que, sobre su síntoma, el paciente supone al profesional que escucha, para ligar una intención de significación a lo real del síntoma. Bordear, circunscribir eso real, puede provocar que el paciente asuma que su conducta adictiva no ha sido sino su reacción frente a lo imposible de soportar en su historia particular, y que de esta manera busque construir una respuesta frente a eso imposible ahí donde solo había reacción. En resumen, se trata de construir formas de sostenerse en la existencia que no sean un simple dejarse tomar por la pulsión de muerte.
Muchas gracias.
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