Más allá del TDAH
Sofía tenía siete años cuando su maestra sugirió a sus padres que la llevaran a evaluación. “Le cuesta concentrarse, se distrae con facilidad, no sigue instrucciones”, les dijo con preocupación. Unas semanas después, llegó un diagnóstico: TDAH. La escuela recomendó medicación, y la familia, entre dudas y miedos, siguió las indicaciones.
Al principio, Sofía parecía más tranquila, menos inquieta. Pero también estaba más callada, más apagada. Su madre notó que ya no corría hacia ella al salir de la escuela ni llenaba la casa de preguntas como antes. Algo en su mirada había cambiado.
Pasaron meses antes de que alguien hiciera la pregunta correcta: ¿qué le está pasando realmente? No fue hasta que un terapeuta se tomó el tiempo de escucharla que descubrieron que Sofía no solo tenía dificultades de atención. En casa, vivía en medio de constantes discusiones entre sus padres, noches de insomnio y una sensación de inestabilidad que no podía poner en palabras. Su inquietud no era un trastorno aislado, sino una respuesta a un ambiente que le generaba ansiedad.
Los síntomas de Sofía no desaparecieron con la medicación, pero cuando su historia fue tomada en cuenta, la forma de acompañarla cambió. Sus padres comprendieron que el diagnóstico era solo una parte de la historia y que su verdadero papel no era “corregir” su comportamiento, sino ayudarla a encontrar seguridad y equilibrio.

Un diagnóstico no es un destino: Comprender sin encasillar
Cuando un niño o adolescente recibe un diagnóstico en salud mental, la familia puede experimentar alivio por tener una respuesta, pero también preocupación e incertidumbre sobre qué hacer. Sin embargo, un diagnóstico no define a una persona. Es solo un punto de partida, no una sentencia.
El verdadero riesgo es convertir el diagnóstico en una etiqueta que limite sus posibilidades. A veces, lo que parece ser un trastorno de atención, ansiedad o depresión es en realidad la expresión de una historia no contada, de experiencias emocionales o familiares que necesitan ser comprendidas antes de enfocarse en el tratamiento.
El primer paso es informarse a través de fuentes confiables y consultar con profesionales capacitados que puedan guiar el proceso sin reducirlo a una visión simplista de “esto es lo que tiene y así será siempre”.
Lo que los síntomas no dicen: Escuchar la historia detrás del diagnóstico
Antes de asumir que el diagnóstico lo explica todo, es clave preguntarse:
• ¿Cuándo comenzaron estos síntomas? ¿Fue después de un cambio significativo en su vida?
• ¿Cómo se siente en casa y en la escuela? ¿Es un ambiente seguro y comprensivo?
• ¿Hay tensiones familiares, estrés o conflictos no resueltos que puedan estar afectándolo?

Muchas veces, el diagnóstico de un niño refleja más de lo que se ve a simple vista. Un niño inquieto puede estar manifestando ansiedad por problemas familiares. Un adolescente con síntomas depresivos puede estar enfrentando bullying o sintiéndose desconectado emocionalmente.
Si solo nos enfocamos en el diagnóstico sin escuchar la historia, cualquier intervención quedará incompleta.
Acompañar sin sobreproteger ni minimizar: El equilibrio que sana
Cuando un niño recibe un diagnóstico, la familia necesita sostenerlo sin caer en dos extremos peligrosos: sobreproteger o minimizar su malestar.

Las frases que más dañan:
• “Solo está llamando la atención.”
• “No tiene nada, siempre ha sido así.”
• “Pobrecito, con este diagnóstico no podrá hacer muchas cosas.”
Lo que realmente ayuda:
• “Estamos contigo y juntos encontraremos la mejor manera de apoyarte.”
• “Tus emociones son importantes, dime qué necesitas.”
• “No eres tu diagnóstico. Eres mucho más y vamos a descubrir cómo acompañarte mejor.”
Un niño que se siente comprendido tendrá más herramientas para enfrentar sus desafíos que aquel que solo recibe órdenes o silencios.
Construir un entorno que sostenga: ¿Cómo hacerlo posible?
El bienestar de un niño o adolescente no depende solo del diagnóstico o la terapia. Su entorno juega un papel clave en su estabilidad emocional.

Para fortalecer su proceso, la familia puede:
• Establecer rutinas claras y predecibles que generen seguridad.
• Dedicar tiempo real en familia, sin distracciones tecnológicas.
• Evitar presionarlo constantemente y reconocer sus logros, por pequeños que sean.
• Mantener una comunicación fluida con la escuela, asegurando que el diagnóstico no lo limite, sino que lo ayude a recibir el apoyo necesario.
• Fomentar su autonomía, dándole herramientas para enfrentar desafíos sin sobreprotección.
Si el niño o adolescente recibe terapia, la familia debe participar activamente, aplicando lo aprendido en el día a día. La terapia no es un tratamiento aislado, sino un proceso que necesita del apoyo cotidiano para generar cambios reales.
La salud mental es un proceso familiar: No lo olvidemos
Un niño no es un ser aislado. Su salud mental está ligada a la dinámica familiar. Si los adultos viven bajo estrés, ansiedad o conflictos no resueltos, es probable que el niño lo exprese con síntomas.
Para cuidar de él, también es necesario cuidar de la familia:
• Buscar ayuda profesional si se siente necesario.
• Fomentar el diálogo y espacios de escucha en casa.
• Enseñar que todas las emociones son válidas y que pueden ser expresadas sin miedo ni juicios.
La familia no solo acompaña, sino que también forma parte del proceso de recuperación.

Más allá del diagnóstico, está la persona
Un diagnóstico no es una respuesta definitiva. Es un mapa que puede ayudar a encontrar caminos, pero nunca debe convertirse en una jaula.
Acompañar a un niño o adolescente en su proceso de salud mental implica verlo más allá de la etiqueta, escuchar su historia y construir un entorno que lo sostenga.
Más allá del diagnóstico, lo que realmente transforma es el vínculo, la escucha y la posibilidad de sentirse comprendido. Porque cuando la familia se involucra de manera consciente, el proceso terapéutico deja de ser un esfuerzo individual y se convierte en una oportunidad de crecimiento para todos.
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